I Segovia, 6 de agosto del año 2006 Bajo el sol de la meseta, el calor empezaba a ser excesivo, y sólo eran las 11 de la mañana. Los obreros con sus carretillas; los restauradores en sus andamios; los curiosos bajo las escasas sombras de la plaza; todos tenían ya empapados de sudor sus camisas, sus pañuelos. O mojado el dorso de sus manos. Yoana canturreaba entre dientes, feliz de que por fin acabase la dichosa limpieza del monumento. Hoy cobraría su última paga. Bueno: esperaba cobrar; en su profesión de restauradora había frecuentes y desagradables sorpresas. Y en cuanto recibiese el cheque, lo ingresaría en su banco ¾en la misma plaza¾, sacaría un poco para pagar la pensión, y se iría con viento más fresco del que ahora circulaba. En realidad, lo había pasado bien en la ciudad. Colmaba su apetito, nunca saciado, de piedras nobles, de modos arquitectónicos variados. De gentes sosegadas, amables (aunque algo secas, para su gusto mediterráneo). Fueron tres meses de mucho subir y bajar por escaleras de mano, de caminar por los andamios allá arriba. Menos mal que no sufría de vértigo. Y de restregar la piedra, vieja de dos mil años. Había que limpiarla de sales donde la lluvia se había detenido, de incrustaciones de moho. El humo de los coches modernos les había añadido más suciedad en sesenta años que en los veinte siglos anteriores. Barb, compañera de trabajo y amiga desde los días de la Escuela de Restauración, le gritó, desde dos andamios más abajo: ¾¡Eh, Yoana! ¿A qué hora piensas marcharte? ¾¡Depende de a qué hora nos paguen! ¡Calculo que hacia las dos! ¾¡Pues vaya calor vas a pasar! ¿Por qué no te quedas a comer con todos! ¾¡Porque no quiero llegar a Murcia de noche! ¡Bueno, ya veremos! ¡Todavía estamos aquí arriba! Pero Yoana sabía que "arriba" se estaba acabando. Las áreas por limpiar estaban ya impolutas. Bueno, relativamente impolutas, pero no se podía hacer más. La limpieza de la piedra antigua, por muy granítica que sea, debe realizarse sin olvidar que feldespato, cuarzo y mica son tres componentes distintos y eventualmente disgregables. Sí, ya terminaba este trabajo, que le había dado no pocos quebraderos de cabeza pero muchas satisfacciones. Tantas como noches habían comentado, sentadas en los bordillos de la plaza, la maravilla del monumento, cuyas enormes piedras se sostenían, siglo tras siglo, sin argamasa alguna. Sólo un prodigio arquitectónico, un equilibrio que calculó exquisitamente aquel lejano maestro de obras, sostenían en pie el venerable monumento. Por la esquina de la plaza asomó su jeta "Carlitos", el administrador de la restauración. "Ahí está ese cretino", se dijo Yoana. Un tipo lleno de soberbia, avalada ¾según él¾ por un oscuro título de una universidad no menos oscura. "Seguro que es uno de esos diplomas que se consiguen en internet por dos mil dólares", había sugerido malévola una compañera del grupo. La verdad es que Carlos Cortesano era poco impresionante. Resolvía los problemas gritando más que nadie, o amenazando veladamente con represalias laborales. Pero, hasta ahora, su curriculum era correcto, salvo una historia ¾circulada en voz baja¾ sobre cierto desastre arqueológico que su obstinación había provocado. El capataz de los obreros bajó rápidamente de su andamio. ¾Don Carlos, esto está listo. ¿Empezamos a desmontar el andamiaje? Sin contestarle, "Carlitos" recorrió de extremo a extremo la plaza, mirando el tremendo aparato de andamios que abrazaba el monumento, hasta una altura de seis pisos. "Pero, "Carlitos", ¿qué rayos vas a ver desde ahí abajo?", le increpó silenciosamente Yoana. Como si hubiese oído su pensamiento, Carlitos gritó una orden: ¾A ver, todos los restauradores, todos los obreros, abajo. Voy a realizar mi inspección final. La orden, lanzada así, era una grosería, y además él no tenía esa atribución, que correspondía al arquitecto de la obra, pero vete a decírselo a quien firma los finiquitos. Todo el mundo cogió sus herramientas y comenzó a descender hasta la plaza. Acompañado del capataz de los obreros y de Yoana, que coordinaba el equipo de restauradores, "Carlitos" empezó a trepar por las escaleras. Lo hacía con cierta incomodidad, porque el estómago se interponía entre sus piernas y los peldaños: demasiados almuerzos con cochinillo durante los últimos meses. Recorrió todos los pisos de andamios ¾eso hubo que acreditárselo¾, haciendo tomar pequeñas notas insustanciales a Yoana y al capataz. Al final, su respiración estaba bastante agitada. Y suspiró con alivio cuando volvió a pisar la plaza. ¾Ahora, una mirada de conjunto, para ver cómo ha quedado. ¾ comentó satisfecho. Todos se apartaron medio centenar de metros para echar la mirada de conjunto. La verdad es que el Acueducto se veía magnífico, pese a obstruir algo los andamios la vista completa. Sobre la plaza del Azoguejo, la obra maestra que los romanos habían levantado dos mil años antes se mostraba limpia, altiva, y sobre todo un prodigio de equilibrio. No en vano las leyendas habían creído siempre sobrenatural su construcción. Un coro de "¡oh!" y "¡ah!" llenó la plaza. Los vecinos llegaron en un santiamén de sus aledaños, mirando llenos de satisfacción "su" acueducto. Y en pocos minutos gran número de segovianos empezó a acudir, a ver la obra terminada. "Carlitos" comenzó a recibir parabienes, como si él fuese el autor de la limpieza. En realidad, apenas había sido el encargado de administrar los proyectos del arquitecto y del equipo de restauradores. Pero el hombre, lleno de orgullo, se pavoneaba de un lado a otro, y seguía dictando pequeñas notas al capataz y a Yoana, aparentemente ajeno a los "oes" y a las "aes". De pronto, "Carlitos" se fijó en una pequeña mancha blanca en la base del arco central del acueducto, justo en la unión con un pilar. Y gritó, enfadado: ¾¿Qué es esa piedra blancurria, ahí arriba? ¿Por qué no la han limpiado? ¿O por qué no la cambian por otra del mismo color que las demás? El capataz y Yoana se miraron, incómodos. ¾ Carlos ¾dijo Yoana¾, es una piedra de la época, de tipo distinto Dios sabe por qué. No creo que proceda hacer nada más que limpiarla. Lo que desde luego ya se ha hecho. ¾¡Pues se ve horrorosa! Bueno, no os quedéis ahí parados. Yoana, busca al cantero, y que talle, pero ya, otra igual en granito del mismo color. Hay que ponerla hoy mismo. Y tú ¾añadió dirigiéndose al capataz¾ haz que suban con una maza y la quiten de en medio. ¾Don Carlos ¾protestó el capataz¾, yo creo que eso lo tendría que decidir el arquitecto... ¾Pero, ¿qué me dices? ¡Estamos buenos! Al arquitecto le voy yo a llamar para una tontería semejante. Veréis cómo nos felicita por haberlo resuelto sin molestarle. ¡Vamos, marchando! El capataz, rezongando aún, subió al andamio y cogió la maza que le alargaba uno de los obreros. ¾Aquí hay algo escrito ¾gritó, mirando de cerca la piedra. ¾Sí, pone... O, B, S, T, A, T. "Obstat": está muy claro. ¾Eso no quiere decir nada. Será un trozo de inscripción romana. Vete a saber de dónde la arrancaron, para cubrir el hueco. Venga, dale ya con la maza. Pero sin que se rompa mucho; hay que llevarla al cantero para que haga la copia. Un golpe seco de la maza tiró la piedra blanca al suelo, donde cayó sin romperse ni una esquirla. II Segouia, VII AD ID. AVG. del año 106 d.C. Bajo el sol de la meseta, el calor empezaba a ser excesivo, y sólo era la hora sexta. Los obreros con sus carretillas o en sus andamios; los canteros a pie de obra; los curiosos bajo las escasas sombras de la plaza; todos tenían ya empapadas de sudor sus vestes. O mojado el dorso de sus manos. Arístides, architeknos de la obra, medía afanosamente la sombra de los arcos y los pilares, y marcaba con cuidado cada medición sobre los planos dibujados en vellum. Era caro, pero la obra lo merecía. ¾¡Quinto Murcio! ¾llamó al capataz ¾Tensad un poco más las sogas del pilar maestro. Y afianzad medio punto a la izquierda la viga VIII. ¿Ha llegado ya la basilar? ¾No, pero el cantero Pedanio ha enviado recado de que llegará a poco. Satisfecho, Arístides contempló la ingente masa de maderos y sogas que medio ocultaban la gran mole de la obra. Hoy se terminaría este tramo, el más atrevido de todos. Faltaba rematar el castellum aquae, pero eso se haría al cabo de unos pocos días más. Y ello permitiría la traída de aguas, en cuanto abriesen las compuertas del río Frigidus. Seguro que el superintendente le daría otro trabajo, quizás en su querida y lejana Beocia. Sí, su obra sería comentada con seguridad en todo el imperio. Y Roma pagaba bien, aunque a menudo con demasiado retraso. Pero la noticia de que en Hispania se alzaba uno de los acueductos más hermosos, aunque no fuera muy largo, llegaría al propio Trajano. Se decía que viajaría dentro de poco, a visitar a sus parientes. Quizás se acercase a ver la nueva obra; no era imposible... ¾¡Arístides! ¾la voz de Pedanio lo sacó de su ensimismamiento¾ ¡Aquí está la basilar! ¾Perfecta, perfecta ¾la examinó desde todos los ángulos, mientras dos fuertes obreros la sostenían y daban vueltas para su inspección. ¾¿Es de piedra lo bastante dura?. ¾Es la mejor piedra de chispa que he encontrado. No habrá problema. Y he escogido la de color más claro que encontré, conforme a tus instrucciones. ¾Bien. Veo que has grabado el “obstat” bien profundo... ¾Y en la cara vista, por supuesto. ¡No vayan a confundirla! Debía de ser una broma muy graciosa para ambos, porque soltaron una carcajada. ¾Venga, subid con una buena maza, y colocadla en su sitio. Después, se podrán cortar las sogas. ¡Pero golpeadla con suavidad, hasta que encaje a la perfección! ¾No hay cuidado. Ya la hemos probado en el simulacrum. Quedará en su sitio para siempre. ¾Con tal de que no haya un imbécil ¾reflexionó en voz alta Arístides¾ que la quite, el acueducto será eterno. Si lo hace, no duraría media hora en pie...
N. del A.: Debo aclarar que todo este cuento es pura ficción. El Acueducto de Segovia, aunque no está en la mejor de sus formas, tiene una solidez estructural a prueba de “piedras basilares” o de imaginarias piedras “obstats”. Véase el trabajo del ingeniero Francisco Jurado, en la revista Obra Pública, Ingeniería y Territorio, 57, de 2002. (De Historias de Arqueologia, 2006)
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